El amanecer había sucedido hacía un rato. Lo había visto todo, desde que comenzaron los primeros rayos.
Mientras terminaba de calzarse las botas, gruesas y de caña alta por las víboras, Olegario le alcanzó unos bizcochos de grasa que metió en el bolsillo de su cazadora.
Dejó el mate -nunca había podido acostumbrarse a ese brebaje de gusto salvaje- y revisó cuidadosamente todos los cartuchos del cinturón. Satisfecho, alzó su noble Merkel de dos caños con gatillo externo, tomó su bastón de andarín y silbó.
Largo y corto.
Abajo del molino, el perro puro mestizo alzó las orejas, se incorporó y esperó. Los largos pasos de su patrón lo alcanzaron enseguida, el perro sabía que no necesitaba moverse.
Olegario miró como el hombre, alto y delgado, seco como charqui, se alejaba caminando al compás de su bastón.
“Este alemán loco”, se dijo. “No hay día que el patrón no salga a cazar, aunque no traiga ni una”.
Joachim caminaba alegremente, disfrutando del fresco aire de la mañana, cuando la perdiz salió delante de él. Instintivamente alzó la escopeta, apuntó y disparó.
Sonrió, sabiendo que si hubiese usado realmente uno de los dos únicos cartuchos cargados que llevaba, habría cobrado la pieza.
El perro iba y venía, feliz del placer y la libertad de correr campo traviesa sin que nadie lo molestara. Joachim tiró los cartuchos vacíos al pasto alto.
Su pasión por la caza había muerto hacía mucho, con los ojos de un ciervo en los bosques de su Anklam natal, allá a orillas del Báltico.
Siguió caminando, disfrutando de la mañana y pensando que difícilmente el buen Olegario podría comprender el placer de la marcha sin propósito por esos enormes campos de la pampa. Las gentes de estos lugares eran capaces de andar enormes distancias, alimentados a galleta y mate, pero sólo si era necesario.
Se había inventado la excusa de la caza para poder disfrutar de la soledad, el frío y la imborrable sensación de mirar al horizonte.
Bienvenida -- 2024
Hace 3 meses
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